El amanecer tardaba en llegar, envuelta en las sabanas y
con delicados movimientos torcía su cuerpo en afán de desperezarse y que las
piernas perdieran la tensión de la espera. Bajo la almohada su cabeza pretendía
esconder sus pensamientos. No fue fácil esperar, sin ansiedad, el atisbo
del sol de la mañana. Cada tanto miraba las rendijas de la persiana para
adivinar la hora del alba.
No había deseado emprender ese viaje, dilató la decisión
argumentando todo tipo de excusas. Con insistencia pensaba que el encuentro
seria difícil de abordarlo. Rechazaba
la posibilidad de presentarse y no tener
nada para decir. Pensaba que las presentaciones sin preámbulos y sin historias
compartidas eran tensionantes y que esta
aportaría poco a su cometido.
Todo indicaba que no podía eludir la situación. Con
estos pensamientos llegó a la estación de trenes. En la boletería una fila
interminable de gente se agolpaba en la hora pico. Buscó en el monedero unas
monedas para entregárselas a un indigente y de ese modo desembarazarse de su
presencia que la incomodaba.
Creyó que visitar sin preanunciarse no había sido una buena
decisión, aunque ya era tarde para lamentarse. Era sólo un trámite y como tal
los preámbulos serian innecesarios.
Cuando halló su ubicación eligió la ventanilla, así
evitaría a los vendedores de mercancías varias que la ofuscaban. ¿Cómo
comprarles a todos? Después de cada viaje se encontraba con una batería de
utensilios que poco servían, pero que había tenido que adquirirlos a instancias
de la persistencia y para no soportar el momento incómodo de negarse a realizar
un acto de condescendencia.
Retornó con sus pensamientos al viaje, el tren ya se
deslizaba con aplomo por San Fernando; una hilera de casas estilo inglés con techos de pizarra a dos aguas y un
pequeño jardín miraba hacia las vías. El
ruido y el movimiento acompasado de la locomotora habían calmado sus
inquietudes y nerviosismo de los días precedentes. En la próxima estación, sólo
a pocos minutos estaría frente a ellos.
Jamás se habían visto, así imaginó que quizás encontraría
en sus figuras alguna similitud; tenía vagos recuerdos del rostro en aquella
vieja foto, aunque convencida estaba de no creerse semejante a ninguno. Ya
pronto lo develaría.
Mientras bajaba del tren, y descendía por las escalinatas recordó
que la dirección la había anotado en un pequeño papel. Lo encontró estrujado y
pasó sus dedos en afán de estirar los dobleces que hacían borrosas las letras.
Frente a la casa y corroborando la numeración hizo sonar la
campanilla. Una mujer anciana y de cabellos teñidos de rojo furioso salió por
una puerta lateral, llevaba un cigarrillo a medio pitar en la mano derecha, y
en la otra sujetaba un crucigrama y los lentes.
— ¿Me busca? Aquí nadie me conoce. No recibo visitas. ¿Qué
viene a cobrar?
—Me dieron esta dirección y un nombre, pero no sé quien
busco.
—Buena presentación, y se cree que tengo tiempo para
adivinar a qué vino.
—Tampoco creo saber a qué vine. Qué más da. Estoy aquí y
usted tiene que escucharme. Hubo una muerte, me buscaron por el padrón
electoral. Tampoco yo sabía de su existencia. Dejó deudas y las quieren cobrar
y repartir si queda resto.
— ¿De modo que yo la tengo que invitar a mi casa para que
usted pague sus deudas? ¿Estoy equivocada o me toma por ilusa?
—Vea, Hermenegildo Sega, murió en Italia a los ciento
cuatro años. Nos buscan a usted y a mí.
— ¿Le tengo que creer? Y, quién es ese Sega?
—Usted es Sega, también lo soy.
— ¿Sólo dejó deudas? Venga. Entre que esto se está poniendo
lindo. ¿Sólo deudas? ¿No habrá algún resto? Podemos arreglarlo. ¿Somos
hermanas? ¡Qué hermoso! Siempre deseé tener una hermana. Venga. Entre, con
confianza. ¿Una taza de té?