domingo, 17 de agosto de 2014

El anuncio


          Recuerdo que ese día comencé la misa con una gran alegría, pronunciar la palabra del Señor me hace feliz, aún hoy cuando por mi edad me retiraron hace años, y me encuentro en un lugar serrano, habito en una casa de retiro. Pero mi intención en estas líneas es contar esa historia que me marcó para siempre y dejó en mí una gran tristeza. Serían las seis de la mañana o mejor las seis treinta cuando un hombre con la barba crecida y de estatura muy alta, se acercó hasta el altar y viendo que ya me sacaba los atributos y la vestimenta que había usado para el oficio me dijo: Anoche murió Luis Crusciani, usted lo conoce muy bien, porque su madre es la directora  de la escuela del pueblo que queda acá cerca. No pude asociar su anuncio con ninguna persona conocida. El hombre siguió dándome más información y de pronto recordé a esa familia piadosa, que además tenían dos hijas mujeres, una de 13 años y otra que en esos momentos tendría seis. Sí, lo conozco, respondí. Murió anoche en un accidente de tránsito, hoy a las doce del mediodía lo entierran. Pero, ¿usted cómo lo sabe? En el mercado, lugar donde trabajo, me lo dijeron. Todo el pueblo lo sabe. Me quedé sorprendido, bien es sabido que en los pueblos de provincia todos los anuncios llegan a los oídos de los habitantes con gran celeridad.

            En el apuro y porque conocía muy bien a la familia, no le pedí mayor información sobre su persona. Sí me quedé observándolo cuando se marchaba, llevaba unos pantalones raídos, sandalias franciscanas y una camisa gris. La edad no la pude precisar, pero habrá sido un hombre de treinta años que cargaba el peso de toda la civilización sobre sus hombros, y esto me hizo sentir que estaba en presencia de una persona al menos especial.

            Fui rápidamente a la curia, avisé al  Obispo la triste noticia y decidí recorrer los 112 kilómetros que me separaban de ese pueblo, pueblo al que había ido con mucha frecuencia, no sólo para oficiar misa, sino para las comuniones, y las confirmaciones de cada mes de diciembre de cada año. Mientras conducía el viejo Gordini, modelo 64, pensaba en la escena que encontraría, en el dolor de esos padres y en las palabras de consuelo que podría darles. Mi fe sólo dejó que pensara que el adolescente parte para realizar una misión desde cielo y que quizás Dios con su despedida temprana le ha dado la gracia de gozar de toda la felicidad y los dones que el cielo ofrece a un alma buena.

            Llegué a las doce quince del mediodía y cuando estacioné el automóvil frente a la iglesia salió el sacerdote y me dijo: ¡Qué sorpresa!, llegaste justo en un momento muy desgraciado. Sí, lo sé; por eso he venido. ¡Tan pronto corren las noticias! y ¿cómo hiciste para venir en minutos? Me preguntó. La noticia sobre la hora del entierro la recibí esta mañana, por eso estoy aquí. No, aún no sabemos cuándo es el entierro. Me aseguraron que era a las doce. No, no es así; acaba de morir. En ese momento decidí no contar el mensaje que había recibido a horas tan tempranas; pero el estupor me dejó impactado, ¿quién fue el hombre que me dio la noticia con casi cuatro horas de anticipación? ¿Cómo pudo ser si aún estaba con vida a esa hora? Mis piernas no podían sostener toda mi humanidad, ya que era por ese entonces era un hombre de contextura alta y grande. Hoy a mis ochenta y siete años nada queda de ese cura atlético y enérgico. Le pedí a mi anfitrión que me llevara a la casa parroquial para descansar, aduciendo que el viaje había estado dificultoso por las huellas que habían dejado los camiones en los días de lluvias que habíamos tenido. Lo que deseaba era recomponerme de la conmoción y pensar en el sentido de esas palabras preanunciadas. Me llevó al refectorio y me quedé sentado el tiempo suficiente para analizar, ¿quién  pudo haber sido el hombre? ¿Para qué? ¡Cuál es  el mensaje anticipatorio! ¿Podría haber hecho algo? ¿Era para mí o era para los padres? ¿Lo había Dios elegido a Luis Crusciani? Aún me realizo esas preguntas. Creo profundamente en el mensaje de Dios, y puedo entender que fue un mensaje de alivio para sus padres.

            El velatorio fue doloroso y ver ese ángel vestido con el traje que usaría para su graduación y que con tanto orgullo se lo habían comprado los padres, según me lo contaron, me dejó una impresión acabada del desasosiego de una familia afectada por la ley del Señor. Rememoro hoy el entierro: una fila interminable y disciplinada de jóvenes que despedían al abanderado de la clase;  autos con coronas de instituciones amigas de los padres. Y adolescentes, niñas aún, vestidas con el uniforme escolar tirando flores al paso del féretro. 

            Hoy alejado del ministerio y dedicado a la oración puedo asegurarles que los días posteriores busqué a ese hombre por el mercado, lugar en el que me había asegurado que trabajaba; lo esperé en la misa de las seis de la mañana por muchos meses. Seguí a cada hombre con esas mismas características físicas por muchos años, mas nadie tuvo un mínimo de semejanza. Cuando terminé mi apostolado en ese pueblo y a modo de despedida le dejé una carta a los padres contándoles la historia. Tiempo después me hicieron llegar su agradecimiento. También ellos creían que fue un elegido de Dios porque era un hijo amoroso, un hermano cariñoso y un alumno ejemplar. Y la madre aclaró: y muy inocente para vivir en este mundo pleno de vicisitudes.

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