Recuerdo que ese día
comencé la misa con una gran alegría, pronunciar la palabra del Señor me hace
feliz, aún hoy cuando por mi edad me retiraron hace años, y me encuentro en un
lugar serrano, habito en una casa de retiro. Pero mi intención en estas líneas
es contar esa historia que me marcó para siempre y dejó en mí una gran
tristeza. Serían las seis de la mañana o mejor las seis treinta cuando un
hombre con la barba crecida y de estatura muy alta, se acercó hasta el altar y
viendo que ya me sacaba los atributos y la vestimenta que había usado para el
oficio me dijo: Anoche murió Luis Crusciani, usted lo conoce muy bien, porque
su madre es la directora de la escuela del
pueblo que queda acá cerca. No pude asociar su anuncio con ninguna persona
conocida. El hombre siguió dándome más información y de pronto recordé a esa
familia piadosa, que además tenían dos hijas mujeres, una de 13 años y otra que
en esos momentos tendría seis. Sí, lo conozco, respondí. Murió anoche en un
accidente de tránsito, hoy a las doce del mediodía lo entierran. Pero, ¿usted
cómo lo sabe? En el mercado, lugar donde trabajo, me lo dijeron. Todo el pueblo
lo sabe. Me quedé sorprendido, bien es sabido que en los pueblos de provincia
todos los anuncios llegan a los oídos de los habitantes con gran celeridad.
En el apuro y porque conocía muy bien a la familia, no le
pedí mayor información sobre su persona. Sí me quedé observándolo cuando se
marchaba, llevaba unos pantalones raídos, sandalias franciscanas y una camisa
gris. La edad no la pude precisar, pero habrá sido un hombre de treinta años
que cargaba el peso de toda la civilización sobre sus hombros, y esto me hizo
sentir que estaba en presencia de una persona al menos especial.
Fui rápidamente a la curia, avisé al Obispo la triste noticia y decidí recorrer
los 112 kilómetros que me separaban de ese pueblo, pueblo al que había ido con
mucha frecuencia, no sólo para oficiar misa, sino para las comuniones, y las
confirmaciones de cada mes de diciembre de cada año. Mientras conducía el viejo
Gordini, modelo 64, pensaba en la escena que encontraría, en el dolor de esos
padres y en las palabras de consuelo que podría darles. Mi fe sólo dejó que pensara
que el adolescente parte para realizar una misión desde cielo y que quizás Dios
con su despedida temprana le ha dado la gracia de gozar de toda la felicidad y
los dones que el cielo ofrece a un alma buena.
Llegué a las doce quince del mediodía y cuando estacioné
el automóvil frente a la iglesia salió el sacerdote y me dijo: ¡Qué sorpresa!,
llegaste justo en un momento muy desgraciado. Sí, lo sé; por eso he venido. ¡Tan
pronto corren las noticias! y ¿cómo hiciste para venir en minutos? Me preguntó.
La noticia sobre la hora del entierro la recibí esta mañana, por eso estoy
aquí. No, aún no sabemos cuándo es el entierro. Me aseguraron que era a las
doce. No, no es así; acaba de morir. En ese momento decidí no contar el mensaje
que había recibido a horas tan tempranas; pero el estupor me dejó impactado,
¿quién fue el hombre que me dio la noticia con casi cuatro horas de
anticipación? ¿Cómo pudo ser si aún estaba con vida a esa hora? Mis piernas no
podían sostener toda mi humanidad, ya que era por ese entonces era un hombre de
contextura alta y grande. Hoy a mis ochenta y siete años nada queda de ese cura
atlético y enérgico. Le pedí a mi anfitrión que me llevara a la casa parroquial
para descansar, aduciendo que el viaje había estado dificultoso por las huellas
que habían dejado los camiones en los días de lluvias que habíamos tenido. Lo
que deseaba era recomponerme de la conmoción y pensar en el sentido de esas
palabras preanunciadas. Me llevó al refectorio y me quedé sentado el tiempo
suficiente para analizar, ¿quién pudo
haber sido el hombre? ¿Para qué? ¡Cuál es
el mensaje anticipatorio! ¿Podría haber hecho algo? ¿Era para mí o era
para los padres? ¿Lo había Dios elegido a Luis Crusciani? Aún me realizo esas
preguntas. Creo profundamente en el mensaje de Dios, y puedo entender que fue
un mensaje de alivio para sus padres.
El velatorio fue doloroso y ver ese ángel vestido con el
traje que usaría para su graduación y que con tanto orgullo se lo habían
comprado los padres, según me lo contaron, me dejó una impresión acabada del
desasosiego de una familia afectada por la ley del Señor. Rememoro hoy el
entierro: una fila interminable y disciplinada de jóvenes que despedían al
abanderado de la clase; autos con
coronas de instituciones amigas de los padres. Y adolescentes, niñas aún,
vestidas con el uniforme escolar tirando flores al paso del féretro.
Hoy alejado del ministerio y dedicado a la oración puedo
asegurarles que los días posteriores busqué a ese hombre por el mercado, lugar
en el que me había asegurado que trabajaba; lo esperé en la misa de las seis de
la mañana por muchos meses. Seguí a cada hombre con esas mismas características
físicas por muchos años, mas nadie tuvo un mínimo de semejanza. Cuando terminé
mi apostolado en ese pueblo y a modo de despedida le dejé una carta a los
padres contándoles la historia. Tiempo después me hicieron llegar su
agradecimiento. También ellos creían que fue un elegido de Dios porque era un
hijo amoroso, un hermano cariñoso y un alumno ejemplar. Y la madre aclaró: y
muy inocente para vivir en este mundo pleno de vicisitudes.
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