— ¡María Esther!
¡Maria Esther! ¿Dónde está? —gritó Gertrudis llamando a su hija.
— Aquí en la
galería señora.
—Mañana será la encargada de recibir al delegado del gobierno
nacional. Ya sabe, los latifundios pertenecen a la nación. Es muy importante su
visita. Le doy unos pocos detalles: se llama Zabaleta Oruè, es artista plástico, de sesenta años, soltero. Y no se olvide, ponga en práctica
toda su diplomacia y buen ánimo. Que para esto fue educada.
Cuando el invitado arribó a la estancia, Maria Esther
lo acompañó a recorrer La
Hacienda , prestigiosa y a su vez
considerada una parada obligada para conocer las buenas carnes y
disfrutar de la exquisita comida típica.
Eran las veinte horas de un día estival con cielo límpido, azul noche con
tonalidades naranjas. Arribaba el ocaso
del día. La luminosidad lunar asomaba flotando
en la infinitud.
Zabaleta Orué dejó pasar
a Maria Esther delante de él; ella con diligencia abrió el portón que los conducía
al jardín de verano. Lo llamaban así porque allí cultivaban: los frutos, las flores, más delicados traídos de otras
partes del mundo que necesitaban un
microclima menos cruel.
Sin que se percataran,
conversando sobre las especies y el perfume de la flor de coco, renació la noche, mientras las estrellas resplandecían en su rubicundez. Chan,
la servidora, los alcanzó
jadeante por la corrida.
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