martes, 23 de septiembre de 2014

Bella y lisonjera


 

— ¡María Esther! ¡Maria Esther! ¿Dónde está? —gritó Gertrudis llamando a su hija.
— Aquí en la galería señora.
—Mañana será  la encargada de recibir al delegado del gobierno nacional. Ya sabe, los latifundios pertenecen a la nación. Es muy importante su visita. Le doy unos pocos detalles: se llama Zabaleta Oruè,  es  artista plástico, de sesenta años, soltero.  Y no se olvide, ponga en práctica toda su diplomacia y buen ánimo. Que para esto fue educada. 
 
 Cuando el invitado   arribó a la estancia,  Maria Esther  lo acompañó a recorrer La Hacienda, prestigiosa y  a su vez  considerada una parada obligada para conocer las buenas carnes y disfrutar de la exquisita  comida típica. Eran las veinte horas de un día estival con cielo límpido, azul noche con tonalidades  naranjas. Arribaba el ocaso del día. La luminosidad lunar  asomaba flotando en la infinitud.
Zabaleta Orué   dejó pasar a Maria Esther delante de él; ella con diligencia abrió el portón que los conducía al jardín de verano. Lo llamaban así porque allí  cultivaban: los frutos,  las flores, más delicados traídos de otras partes del mundo  que necesitaban un microclima menos cruel.
Sin que se percataran, conversando sobre las especies y el perfume de la flor de coco,  renació la noche, mientras  las estrellas resplandecían en su rubicundez. Chan,  la servidora,  los alcanzó  jadeante por la corrida.
 

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