Ese día se despertará al alba, serán entre las cuatro
treinta o cinco, con una gran opresión en el pecho, ahogada y con pocas
fuerzas, estirará la mano hacia la luz de la mesita de noche.
El
reloj hará un tic tac bien acompasado.
Los pasos de la gente que caminará por la vereda harán un efecto rebote en sus oídos. Turbada por el dolor atinará a
llamar a la emergencia. La operadora le hará preguntas que no podrá contestar, le explicará que es
fundamental, por el tipo de emergencia que necesitará. La conversación durará unos
minutos, hasta que el portero de su edificio, alertado por los médicos abrirá
la puerta.
Oscar, el portero, a este punto viejos amigos, asustado mas que ella, y
blanco como un papel, guiará a los médicos hacia su habitación. Clara. Ya están
aquí. Murmurará.
Ella no podrá emitir sonido, pero le causará una
gran ternura saber que alguien estará
ese momento a su lado. Empezarán un interrogatorio al que contestará con señas.
Levantará la mano, y afirmará o negará al médico. El bolso estará preparado.
Entre los tres: chofer de ambulancia, medico y enfermero, la subirán a la
camilla. Sólo un esfuerzo pequeño. No creerá pesar más de treinta y ocho kilos.
Oscar ya habrá abierto la puerta del ascensor.
Siempre
decían que era muy angosto y reían. Tendremos que pedir al consorcio que agrande el hueco. Reirán
a carcajadas.
Esa mañana no. Estará muy circunspecto, casi solemne. Ella lo mirará con una mirada burlona, para
que deje la solemnidad de lado. Oscar la esquivará. Cuando, al fin, cierren la
puerta del ascensor el ya habrá dado
media vuelta para cerrar el departamento y guardará las llaves. Esa será su despedida.
Las veces que regresó de
las internaciones, Oscar y su esposa, le dejaron en el florero del living las flores
que le gustaban: las azucenas, las teñidas, porque se decía que las blancas
eran para los muertos. Y yo. ¿Qué soy?...
Se preguntó.
Nunca quiso dejarse
llevar por la desazón, pasaron casi tres años. Y no perdió el optimismo. El
dolor la cansaba, tenia intensos deseos de dejar de sufrir. No deseaba perder ni dejarse
amedrentar, era sólo cansancio.
Si por algo se destacó,
fue por tener siempre la tierra firme bajo sus pies. Hubo sueños, pero siempre
emparentados por la factibilidad de lo que podría concretar. No fue dolorosa su realidad. Más bien impiadosa,
y ella respondió con misericordia. Los otros no. Juzgaban y pretendían que actúe como ellos, pero le
resultaba muy difícil.
Trataba siempre de complacer,
sobre todo a los parientes. No doy con la tecla. Es eso. Se decía. Quizás no me supe expresar. Quizás
no hablé lo suficiente. Era todo quizás… quizás. Después de un tiempo de mucho
dudar se contentaba pensando que otra vez seria mejor.
El medico se sentará a su
lado,
le pondrá el oxígeno, y que verá
su cara aliviada. Sonreirá, ella contestará
con una sonrisa. Ambos querrán tranquilizarse mutuamente.
Con el tiempo logró
conocer a todos los residentes en las
guardias, trataba de no ser quejosa, sabia que el proceso seria largo y se verían
asiduidad. Odiaba de solo pensar que se cansarían y fastidiarían con ella.
Las luces de la ciudad pasarán
como providencias fugaces por el vidrio de la ventanilla de la ambulancia, ella
siempre las mirará, precavida, por si fuera
esa la última vez que podría verlas. Llegará
a la guardia, las enfermeras, algunas, la
reconocerán. Como la piel y sus venas estarán muy frágiles, la entubarán con
gran cuidado o tendrán que empezar a buscar por otras partes del cuerpo.
Remisa a que la lleven a
terapia intensiva, estuvo casi un día en
una habitación contigua a la sala de guardia. Y cuando hubo lugar en terapia
intermedia, la pasaron hasta que se compensó.
Después sí. Una
habitación común. Compartida, así no se sentía sola. La mayoría tenía parientes que los visitaban,
y conseguía con quien hablar. Traían noticias de afuera como el frío o el
calor. Las charlas eran superficiales. Sin compromisos. Se asombraban
cuando relataba el tiempo que había
tenido que empeñar en esto. Ella desdramatizaba la situación y llevaba la
conversación a situaciones jocosas.
Su única amiga, Rosa
María, muy impresionable, las veces que entraba y la veía en ese estado,
que para ella se había vuelto normal, se echaba a llorar y salía de la
habitación tapándose la boca con las manos, y, como los ojos no mienten, lagrimones casi tan
grandes como lluvia de sapos le caían por las mejillas redondas, porque no
había perdido su aspecto infantil.
Su amiga repetía la entrada y salida de la habitación
unas cuantas veces. Ella se reía y Rosa
María se disgustaba. Ponía cara de
puchero y se volvía a su casa. Las idas y venidas de
Rosa María se repetían compulsivamente el tiempo que duraba la internación. Por
ello, un día estando en su casa repuesta
y, Rosa María, sin llorar, aclararon la situación.
La cosa viene de este
modo, tampoco le pudo decir con palabras cuál era su enfermedad porque seria de nuevo un mar de
llanto. De acuerdo. Rosa María no iría de
visita al hospital. En cambio ella, debía avisarle las veces que volvía a su
casa, y así vendría con masas secas y tomarían el té. No tendría que asustarse
si por alguna causa le resultara
imposible tragar. Cuando empezaran los vómitos se iría tranquilita. Una vez
repuesta la llamaría por teléfono. Fue el único modo de dejarla conforme.
Esta vez resultará distinto. Las enfermeras tendrán
caras largas. Llamarán a su medico de cabecera. Poco usual, de noche no se lo debe molestar, para eso estarán los de guardia.
Análisis de todo tipo. Por último una transfusión.
Clara la cosa vienen mal,
se dirá por dentro. Dormirá de a ratos. Y cuando la despierten tendrá canalizando
un aparato distinto su cuerpo. Lo raro será que no le dolerá nada.
No
le agrada verse despeinada y amarillenta, tiene cuarenta y siete años y aparenta
menos. Siempre le gustó ese aspecto juvenil y semidescuidado. La estética
siempre fue algo muy importante, nunca se quiso ver avejentada. Quien sabe si
lo logrará.
Así se preparó una tarde
y, como Oscar siempre la vigilaba, esperó que fuese su hora de descanso y salió
bien vestida con un trajecito rojo
tirando a bordo, con su pelo rubio; le sentaba bien esa combinación. Botas
porque hacía frío, guantes haciendo
juego. El maquillaje muy natural, con sus ojos verdes, sólo un poco de rimel.
No hacía falta mucho más, además todavía no estaba tan flaca. Se miró al espejo varias veces antes de salir. También
en el espejo del ascensor. Le agradó la imagen que le devolvió.
Caminó unas cuadras por Avenida Alvear,
miró toda la colección de una marca muy conocida que le gustaba. Dejó
que el viento impasible le helara la
cara y la despeinara. Se sentía aliviada,
sin ningún peso que cargar a sus espaldas.
La tarde anterior había
venido su exmarido con intenciones bien claras, sin rodeos le pidió que le deje
el departamento a su nombre.
Es más fácil para todos.
No creo que Emilia vuelva de Barcelona. De este modo nos aliviás a todos. No
será fácil para nosotros soportar una sucesión. Edgardo pronunció estas
palabras recorriendo con su mirada toda la habitación.
Como no tuvo ganas de
contestarle como se merecía, abrió la puerta y de un golpe la cerró a sus
espaldas. No creo que vuelva. Edgardo es cobarde. Se dijo. Por cierto las veces
que habló con Emilia no tuvo el coraje de contarle. No lo hizo desde un
principio, y después hubiese sido una discusión tras la otra. ¡Que!... ¿Por qué
no dijiste? ¡Que!... ¿Por qué, cómo es
que estás enferma?
Pensó escribirle una
carta, pero se dio cuenta que siendo la madre no se lo perdonaría. Con estos
pensamientos llegó hasta la parada de taxi más cercana. Comenzaba a sentirse
agitada. Le dio la dirección. Intentaba a oscurecer. Los colores del cielo aquilonal,
azul rojizo, la apasionaban. Tocó el timbre del local, un vendedor de traje
negro y camisa blanca abrió la puerta. Estuvo un largo rato mirando, no quería
dejar a nadie el mal rato de ese tramite.
Por
fin se decidió por uno de precio moderado, como estaba expuesto cuando entró y se probó al ataúd, el vendedor pegó un grito.
Estaba pálido, ella lo tranquilizó.
Después no me tendrá que ver. Balbuceó.
Las
flores más sencillas y a su vez alegres.
Yerberas y lisiantus. No le gustan los arreglos recargados. Terminado el
trámite, pagó con un cheque a quince días. Espero poder cubrirlo a tiempo. Pensó.
No sólo Emilia, su hija,
tampoco a su madre le pudo contar. Todas las veces que fue con la intención de confesarlo,
ella estaba alegre. No quiso arruinarle el momento con la noticia. Su madre sólo
la veía más flaca, y le repetía hasta el cansancio: que las mujeres muy
delgadas después de los cuarenta no gustaban a los hombres.
Y yo que no quería dejar
cuentas a nadie. Al fin no pude enfrentar ni a Emilia ni a mamá. Su voz la
sobresaltó con esa confesión. Se repetía
muchas veces: mañana lo hago. Ma- ña- na lo ha-go.